Su obra fue rescatada del abandono a fines del siglo XIX y principios del XX por las vanguardias, que se vieron reflejadas en ella, y la consideraron como un antecedente de su propia oposición ante la representación naturalista tradicional.
¿Qué es el arte?
No existe, realmente, el Arte. Tan sólo
hay artistas. Estos eran en otros tiempos hombres que cogían tierra coloreada y
dibujaban toscamente las formas de un bisonte sobre las paredes de una cueva;
hoy, compran sus colores y trazan carteles para las estaciones del metro. Entre
unos y otros, han hecho muchas cosas los artistas. No hay ningún mal en llamar
arte a todas estas actividades, mientras tengamos en cuenta que tal palabra
puede significar muchas cosas distintas, en épocas y lugares diversos, y
mientras advirtamos que el Arte, escrita la palabra con A mayúscula, no existe,
pues el Arte con A mayúscula tiene por esencia que ser un fantasma y un ídolo.
Podéis abrumar a un artista diciéndole que lo que acaba de realizar acaso sea
muy bueno a su manera, sólo que no es Arte. Y podéis llenar de confusión a
alguien que atesore cuadros, asegurándole que lo que le gustó en ellos no fue
precisamente Arte, sino algo distinto.
En verdad, no creo que haya ningún motivo ilícito entre los que puedan hacer
que guste una escultura o un cuadro. A alguien le puede complacer un paisaje
porque lo asocia a la imagen de su casa, o un retrato porque le recuerda a un
amigo. No hay perjuicio en ello. Todos nosotros, cuando vemos un cuadro, nos
ponemos a recordar mil cosas que influyen sobre nuestros gustos y aversiones.
En tanto que esos recuerdos nos ayuden a gozar de lo que vemos, no tenemos por
qué preocuparnos. Únicamente cuando un molesto recuerdo nos obsesiona, cuando
instintivamente nos apartamos de una espléndida representación de un paisaje
alpino porque aborrecemos el deporte de escalar, es cuando debemos sondearnos
para hallar el motivo de nuestra repugnancia, que nos priva de un placer que,
de otro modo, habríamos experimentado. Hay causas equivocadas de que no nos
guste una obra de arte.
A mucha gente le gusta ver en los cuadros lo que también le gustaría ver en la
realidad. Se trata de una preferencia perfectamente comprensible. A todos nos
atrae lo bello en la naturaleza y agradecemos a los artistas que lo recojan en
sus obras. Esos mismos artistas no nos censurarían por nuestros gustos. Cuando
el gran artista flamenco Rubens dibujó a su hijo, estaba orgulloso de sus
agradables facciones y deseaba que también nosotros admiráramos al pequeño.
Pero esta inclinación a los temas bonitos y atractivos puede convertirse en
nociva si nos conduce a rechazar obras que representan asuntos menos
agradables.
El gran pintor alemán Alberto Durero seguramente dibujó a su madre
con tanta devoción y cariño como Rubens a su hijo. Su verista estudio de la
vejez y la decrepitud puede producirnos tan viva impresión que nos haga apartar
los ojos de él, y sin embargo, si reaccionamos contra esta primera aversión,
quedaremos recompensados con creces, pues el dibujo de Durero, en su tremenda
sinceridad, es una gran obra. En efecto, de pronto descubrimos que la hermosura
de un cuadro no reside realmente en la belleza de su tema.
La confusión proviene de que varían mucho los gustos y criterios acerca de la
belleza.
Y lo mismo que decimos de la belleza hay que decir de la expresión. En efecto,
a menudo es la expresión de un personaje en el cuadro lo que hace que éste nos
guste o nos disguste. Algunas personas se sienten atraídas por una expresión
cuando pueden comprenderla con facilidad y, por ello, les emociona
profundamente. Cuando el pintor italiano del siglo XVII Guido Reni pintó al
cabeza del Cristo en la cruz, se propuso, sin duda, que el contemplador
encontrase en este rostro la agonía y toda la exaltación de la pasión. En los
siglos posteriores, muchos seres humanos han sacado fuerzas y consuelo de una
representación semejante del Cristo. El sentimiento que expresa es tan intenso
y evidente que pueden hallarse reproducciones de esta obra en sencillas
iglesias y apartados lugares donde la gente no tiene idea alguna acerca del
Arte.
Pero aunque esta intensa expresión sentimental nos impresione, no por
ello deberemos desdeñar obras cuya expresión acaso no resulte tan fácil de
comprender. El pintor italiano del medievo que pintó la crucifixión,
seguramente sintió la pasión con tanta sinceridad como Guido Reni, pero para
comprender su modo de sentir, tenemos que conocer primeramente su
procedimiento. Cuando llegamos a comprender estos diferentes lenguajes, podemos
hasta preferir obras de arte cuya expresión es menos notoria que la de la obra
de Guido Reni.
Del mismo modo que hay quien prefiere a las personas que emplean
ademanes y palabras breves, en los que queda algo siempre por adivinar, también
hay quien se apasiona por cuadros o esculturas en los que queda algo por
descubrir.
En los períodos más primitivos, cuando los artistas no eran tan hábiles en
representar rostros y actitudes humanas como lo son ahora, lo que con
frecuencia resulta más impresionante es ver cómo, a pesar de todo, se esfuerzan
en plasmar los sentimientos que quieren transmitir.
Gombrich, Ernst Hans. La historia del arte. Madrid. Editorial Debate,
1997.